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Celebración eucarística
La Eucaristía es el centro y culmen de la vida cristiana. En ella se hace presente, de modo sacramental, el misterio pascual de Cristo: su pasión, muerte y resurrección. La Iglesia, obedeciendo al mandato del Señor —“Hagan esto en memoria mía”—, se congrega en torno al altar para ofrecer al Padre el sacrificio de su Hijo y participar del banquete de la vida eterna.
La celebración comienza con la procesión de entrada y el canto, signos de la comunidad que se reúne como Pueblo de Dios convocado por Cristo. El sacerdote, en nombre de toda la Iglesia, saluda a los fieles y, tras un momento penitencial, todos imploran la misericordia divina, disponiéndose con humildad a participar dignamente en el misterio. El Gloria y la oración colecta elevan el corazón de la asamblea en alabanza y súplica.
Dios habla a su pueblo a través de la Sagrada Escritura. Se proclaman las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, que encuentran plenitud en el Evangelio, corazón de la Palabra proclamada. El salmo responsorial es oración de respuesta a Dios, y la homilía actualiza el mensaje para la vida de los fieles. La profesión de fe y la oración universal manifiestan la fe común y la intercesión de la Iglesia por el mundo entero.
En el ofertorio, se presentan el pan y el vino, símbolos del esfuerzo humano y de los dones de la creación, que serán transformados en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La oración eucarística es el corazón de la Misa: mediante la epíclesis y las palabras de la consagración, el Espíritu Santo actúa y Cristo mismo se hace realmente presente en el Sacramento. En el memorial se actualiza su sacrificio redentor, y en la doxología final toda la asamblea glorifica al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.
El Padre Nuestro une a los fieles en una misma voz como hijos de Dios. Después, el gesto de la paz anticipa la comunión fraterna que brota del encuentro con Cristo. El Cordero de Dios acompaña la fracción del Pan, signo de la entrega del Señor. Los fieles se acercan a comulgar con fe y reverencia, recibiendo a Cristo vivo como alimento de vida eterna, anticipo del banquete del Reino y fuente de unidad eclesial.
La oración después de la comunión recoge en súplica el fruto del Sacramento recibido. El sacerdote bendice a la asamblea y la envía: “Pueden ir en paz”. Este envío recuerda a los fieles que la Eucaristía no termina en el templo, sino que se prolonga en la vida diaria, en el testimonio, en la caridad y en la misión.